La(s) realidad(es) es una suma de fenómenos existenciales en permanente transformación, en transición, y sobre todo procesos que se (y nos) construyen, deconstruyen, y reconstruyen, a partir de las interacciones entre sujetos sociales, y con los contextos en los que existimos y de los cuales dependemos.
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El ser humano, con todas sus dimensiones y claroscuros, es el eje preponderante para comprender esta(s) realidad(es) desde una racionalidad que es don y desafío, y como algo siempre inacabado. Pero no se trata de un sujeto social autónomo, sino uno que se reconoce en su identidad multidimensional considerando los ámbitos: antropológico, social, cultural, político, espiritual, ecológico, y económico.
Somos el resultado de nuestra historia, de referentes culturales, procesos formativos, experiencias simbólicas (incluso de fenómenos religiosos), y del espacio geográfico donde hemos vivido con sus circunstancias y acentos; y, sobre todo, somos resultado de nuestras decisiones con respecto a la relación con otros seres humanos y nuestro entorno.
Ello, en conjunto y en palabras de Pierre Bourdieu, da cuenta de una territorialidad que refleja cómo: “El mundo social es historia acumulada, y por eso no puede ser reducido a una concatenación de equilibrios instantáneos y mecánicos en los que los hombres juegan el papel de partículas intercambiables” .
Construcción social y simbólica
La territorialidad, como construcción social y simbólica, debe ser asumida desde una compleja red de relaciones de inter-conocimiento, inter-reconocimiento e inter-dependencia, pues todo está conectado .
Esto es verdad, también, para aquellos aspectos aparentemente intangibles como nuestra cultura y espiritualidad, y las relaciones con el entorno natural del que somos parte, el cual determina la posibilidad de nuestra existencia. Somos y existimos en relación con lo otro, pero sobre todo con los otros sujetos con los que compartimos esta vida.
Para muchas culturas originarias, como es el caso de tantas que habitan la Amazonía, el territorio significa relación con su espiritualidad, con su origen e identidades, y con la tierra, los espíritus y las especies con quienes co-habitan, y de quienes co-dependen en reciprocidad existencial.
Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, elemento sustancial de la espiritualidad ignaciana y patrimonio de la Iglesia, nos permiten contemplar y abrevar en las profundidades del misterio creador de Dios.
Esto nos abre a nuevas epistemologías que pueden conectar con esta dimensión territorial que es imprescindible en la reflexión teológico-pastoral para el campo de la misión eclesial. Se nos invita a insertarnos en la experiencia misma de un Dios padre-madre amoroso, y contemplar el momento mismo del acto de su territorialización, la Encarnación.
Encarnación, hecho real
Para los creyentes, seguidores de un Cristo vivo y redentor de la realidad, la Encarnación es un hecho real que sigue aconteciendo en medio de nosotros y frente a nuestros ojos, sobre todo en aquellos sitios considerados “periféricos”.
El nacimiento de Cristo en los márgenes refleja una opción material y existencial de Dios, y de su proyecto de vida anhelado para toda la humanidad. La contemplación de la Encarnación nos permite una comprensión única de la inter-conexión que sostiene todas las relaciones en una territorialidad específica:
“Oír lo que hablan las personas sobre la faz de la tierra, es a saber, cómo hablan unos con otros… asimismo lo que dicen las personas divinas, es a saber: “Hagamos redención del género humano”(…) es a saber, obrando la santísima encarnación (…)”.
Es mediante la Encarnación que se nos regala un nuevo entendimiento como creyentes, el cual permite construir relaciones distintas con todo lo que es creado. En este acto de redención reconocemos, también, la dimensión ecológica de la territorialidad. La cual, en la Encarnación, se comprende como fruto de la voluntad creadora-creativa de Dios como expresión de su “amor” por todo lo creado y hacia todas sus creaturas.
En las claves para nuestra pastoral territorial contemporánea, el Concilio Vaticano II interpeló a todas las iglesias domésticas a insertarse en las culturas “a semejanza de la economía de la Encarnación” (AG 22). La dinámica territorial de la Encarnación acontece en las propias culturas de los pueblos, y:
(…) la Iglesia, Pueblo de Dios inserto entre los pueblos del mundo, tiene la belleza de un rostro pluriforme porque arraiga en muchas culturas (EG 116). Cada “gran territorio socio – cultural” (AG 22b) marca el rostro de una iglesia o de una agrupación de iglesias. La catolicidad del único Pueblo de Dios se realiza en la rica diversidad de las culturas y genera “la variedad de las iglesias locales” (LG 23), con sus peculiaridades teológicas, litúrgicas, espirituales, pastorales y canónicas (LG 23d, AG 19).
* Director del Centro Pastoral de Redes y Acción Social del CELAM.